OTRA PERSPECTIVA
Chip biométrico:
cuando la seguridad se vuelve intrusiva
Opinion de Jose Rafael Moya Saavedra
El salto de la biometría tradicional al cuerpo humano
El chip biométrico es un
dispositivo diseñado para almacenar y procesar datos de identidad: huellas
digitales, rostro, iris, voz e incluso información genética. Se encuentra en
tarjetas, pasaportes electrónicos y credenciales de identificación.
Pero en su versión más polémica
—los implantes bajo la piel— deja de ser solo un medio de verificación para
convertirse en un mecanismo de control permanente.
Un pasaporte que se abre solo al
ponerlo en la máquina. Una tarjeta que reconoce tu huella en segundos. Una
oficina donde el acceso ya no depende de llaves, ni de tarjetas, sino de un
chip insertado bajo la piel.
El chip biométrico es, en
apariencia, la evolución natural de lo que ya usamos a diario: huellas
digitales, Face ID, iris, voz. Una promesa de seguridad y comodidad.
Nada de contraseñas que se olvidan, nada de claves que se roban. Solo tú puedes
abrir lo que es tuyo.
Hasta aquí, suena bien.
Pero la historia cambia cuando
ese chip deja de estar en un pasaporte o en una tarjeta… y pasa a formar parte
de tu cuerpo.
En Suecia y Estados Unidos ya hay
empleados con chips implantados en la mano para ingresar a oficinas o activar
computadoras. En China y Brasil, algunos colegios han probado uniformes con
chips biométricos para vigilar asistencia y salidas de los estudiantes. Y en
Europa se han documentado casos en que fallas en los pasaportes con chip
provocaron detenciones injustas en aeropuertos.
El debate no es si funciona
—porque funciona— sino hasta dónde estamos dispuestos a dejar que la
tecnología nos acompañe, nos identifique, nos rastree.
La biometría, cuando está en tu
teléfono o en tu pasaporte, es una herramienta de control práctico. Pero cuando
se implanta bajo la piel se vuelve algo más: un mecanismo intrusivo, que cambia
la relación entre la persona y el sistema que lo gestiona.
Las ventajas son innegables:
seguridad más sólida, reducción de fraudes, rapidez en fronteras o bancos. Pero
los riesgos también son profundos: ¿qué pasa si se hackea esa información? Una
contraseña se cambia; una huella digital, no. ¿Qué ocurre cuando el control de
tu identidad ya no lo tienes tú, sino el sistema que administra tu chip?
Y hay un punto más delicado: la
libertad. ¿Qué tan “voluntario” puede ser un implante cuando una empresa
lo ofrece a sus trabajadores o cuando un gobierno lo promueve como requisito
para el acceso a servicios?
El chip biométrico, más que un
avance técnico, abre un dilema ético. Es la línea difusa entre seguridad
y control, entre comodidad y vigilancia.
Al final, la pregunta no es si la
tecnología es buena o mala, sino si sabremos poner límites claros antes de que
esos chips se normalicen sin que nadie lo cuestione.
Porque quizá el verdadero riesgo
no está en el dispositivo… sino en la prisa con que lo aceptemos.