OTRA PERSPECTIVA
Trump y el Espejo de la Historia: Cuando el Poder Se
Vuelve Ruina
Opinion de José Rafael Moya Saavedra
“No hay imperio tan sólido que resista a un líder que
confunde su ego con la patria.”
La historia universal está llena
de advertencias que, si se ignoraran, volverán como espectros al presente. Hoy,
más que nunca, Donald J. Trump —quien ya fue presidente de los Estados
Unidos y ha regresado al poder en 2025— se ha convertido en un fenómeno
político que exige una lectura en clave histórica. No para sobredimensionar ni
para alarmar, sino para comprender. Y quizás prevenir.
En él, se mezclan el magnate
mediático, el populista disruptivo, el líder carismático, el gobernante
polarizante… y el hombre que, al no saber retirarse, podría arrastrar consigo
los pilares de la democracia que lo vio ascender.
Antecedentes: El ascenso por fuera del sistema
Como en otros momentos
históricos, Trump representa al outsider que llega al poder prometiendo
derrumbar lo que llama “el pantano” y restaurar una gloria perdida. Su
ascenso recuerda tanto a Julio César desafiando al Senado como a Berlusconi
usando los medios para esculpir su figura. Pero su mayor herencia podría no ser
el poder alcanzado, sino el tipo de liderazgo que ha legitimado:
personalista, binario, polarizador.
Y es aquí donde la historia
universal ofrece paralelismos inquietantes con figuras que, más allá del
escándalo o el espectáculo, terminaron por destruir sus propias obras, sus
imperios o las instituciones que encabezaban. No porque fueran malvados en sí mismos,
sino porque pusieron su persona por encima de la ley, la realidad y el bien
común.
Nerón – El poder como espectáculo
El emperador romano tocaba la
lira mientras Roma ardía. No está claro si él mismo inició el fuego, pero sí es
evidente que su reacción fue estética, no ética. El espectáculo sobre el deber.
Trump, durante el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, no frenó el
incendio: lo alimentó. Rodeado de adulación y propaganda, parecía disfrutar
el caos más que detenerlo.
Nicolás II – El zar que no escuchaba
Aislado en su palacio, Nicolás II
ignoró las señales de una Rusia al borde de la revolución. Su negación de la
crisis, su apego a la autocracia y su desdén por la reforma lo llevaron a ser
el último zar.
Trump, al minimizar la pandemia o al negar su derrota electoral, mostró esa
misma desconexión peligrosa. Gobernantes que no oyen el ruido del volcán
hasta que ya no hay imperio que salvar.
Hitler – El abismo del culto al líder
Aquí la comparación no radica en los crímenes —incomparables
en magnitud y horror—, sino en los mecanismos de propaganda, la creación de
un enemigo interno y el uso del lenguaje como arma de división.
Trump ha dividido a su país en “patriotas” vs “traidores”, ha señalado enemigos
imaginarios, y ha cultivado un núcleo duro de seguidores dispuestos a negar
cualquier evidencia que no venga de su boca.
Gadafi – El encierro en el mito personal
El líder libio pasó de reformista a autócrata rodeado de
culto, riqueza y paranoia. Gobernó más con símbolos que con instituciones.
Trump, con su Torre, sus shows, sus slogans y su “yo soy el único que puede
salvarlos”, ha demostrado el peligro de los líderes que no se ven a sí
mismos como parte de un sistema, sino como encarnación de un destino.
Saddam Hussein – El que no supo soltar
Saddam se aferró al poder con uñas, miedo y fuego. Al caer,
su país se fragmentó en guerras y caos.
Trump, con su narrativa del fraude eterno y su promesa de “venganza política”, amenaza
con dinamitar los cimientos democráticos si no puede volver por la vía del
voto.
Fernando VII – El rey traidor a la Constitución
El “rey felón” de España
abolió las libertades ganadas por el pueblo y restauró el absolutismo. Rodeado
de aduladores, hundió al país en atraso.
Trump ha mostrado desprecio por los límites constitucionales cuando no lo
favorecen, y su intento de desacreditar al sistema judicial lo acerca,
simbólicamente, a ese mismo desprecio por la institucionalidad.
Leopoldo II – La privatización extrema del poder
Gobernó el Congo como negocio
personal, causando atrocidades en nombre del “progreso”.
Trump, sin llegar a esos extremos, sí ha mercantilizado el poder, usando
la presidencia para fortalecer su marca, sus hoteles, y su clan. Una visión
donde la verdad y la vida pública pueden sacrificarse por el beneficio
personal.
Consideraciones finales
Las comparaciones no igualan los
crímenes ni las consecuencias, pero sí advierten patrones de liderazgo
destructivo. La negación de la realidad, el desprecio por el disenso, el
uso del enemigo imaginario, el culto al líder, y la erosión institucional son
síntomas de algo más profundo: la fragilidad de la democracia cuando se
convierte en espectáculo.
Trump no es Nerón, ni Hitler, ni
Fernando VII. Pero lleva algo de todos ellos. Y eso debería bastarnos
para estar en alerta. Porque cuando el líder se cree irremplazable, la
nación deja de ser república… y comienza a parecerse demasiado a un imperio en
ruinas.
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