0TRA PERSPECTIVA
"No, presidenta Claudia Sheinbaum, no se equivoque:
a los únicos que golpearon en Teuchitlán fueron a nuestros hijos."
Opinión de Jose Rafael Moya Saavedra
Con estas palabras, pronunciadas
por una buscadora harta del silencio cómplice, se abre la rendija de un grito
colectivo que resuena en cada rincón olvidado por un gobierno que se escuda en
la defensa inquebrantable de figuras como Andrés Manuel. ¿Cómo es posible
que, mientras los colectivos como Guerreros Buscadores de Jalisco desentierran
la cruda realidad de fosas clandestinas, restos incinerados y estructuras
posiblemente destinadas a ocultar verdades inhumanas, las fiscalías nieguen la
existencia de hornos crematorios? Esta respuesta, que clama justicia y
exige visibilidad, no es solo un reproche, sino una invitación a despertar del
letargo impuesto por la indiferencia estatal.
La verdad sepultada bajo capas de burocracia
Durante años, en Teuchitlán y
otros escenarios de violencia extrema, se han encontrado pruebas abrumadoras de
desapariciones forzadas y ejecuciones encubiertas. Los colectivos de búsqueda
han documentado con dolor hallazgos escalofriantes: restos humanos calcinados,
objetos personales que una vez dieron vida y testimonios que hablan de
estructuras creadas para borrar la memoria de los desaparecidos. Sin embargo,
las autoridades y las fiscalías , siguiendo protocolos que parecen diseñados para
proteger intereses oscuros, descartan estos indicios como “insuficientes” o
“malinterpretados”.
Esta negación no puede ser vista
como una mera discrepancia técnica en la interpretación de evidencias; es una
estrategia deliberada para minimizar la magnitud del horror que se vive en
nuestro país. Negar la existencia de hornos en lugares donde se ocultan
crímenes de lesa humanidad es, en esencia, negar la historia misma de quienes
han sido víctimas de un sistema que prefiere callar antes que reconocer su
complicidad.
Una defensa política que ignora el clamor social
En recientes declaraciones, la
presidenta Sheinbaum defendió al expresidente Andrés Manuel y minimizó las
acusaciones sobre un “narcogobierno”, restando importancia a la gravedad
de lo ocurrido en Teuchitlán. Este giro inesperado —una respuesta que
intentaba suavizar la crudeza del relato— dejó a la sociedad y, sobre todo,
a los colectivos de búsqueda, con una sensación de traición. ¿Cómo se puede
pretender que el dolor de innumerables familias desaparecidas se diluya en
anécdotas y chistes a medio decir, cuando cada silencio autoritario contribuye
a enterrar la verdad?
La broma de un presidente, que
apenas disimuló su desdén ante el sufrimiento de los desaparecidos, es el
reflejo de un sistema que, al protegerse a sí mismo, fomenta a la impunidad.
Cada palabra evasiva, cada declaración que busca minimizar, es una afrenta
directa a la memoria de aquellos que ya no pueden hablar por sí mismos.
El silencio como cómplice del horror
La indiferencia y el silencio no
son simples omisiones; son actos de complicidad. En un país donde las fosas
clandestinas son tan frecuentes como heridas abiertas en la tierra, cada
intento de ocultar la existencia de pruebas es una violación a la dignidad
humana. El silencio no solo es cómplice, sino que perpetúa la cultura del
olvido y la injusticia. ¿Hasta cuándo seguiremos permitiendo que el miedo y
la inacción ahoguen la voz de la verdad?
Los colectivos de búsqueda,
que a pesar de las amenazas continúan desenterrando la memoria, representan la
última línea de resistencia ante un Estado que ha olvidado su deber de proteger
y hacer justicia. Su valentía es un llamado urgente a la acción: es el reclamo
de una sociedad que se niega a aceptar que la impunidad sea la norma.
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