OTRA PERSPECTIVA
Silencio,
que Dios incomoda: Cuando el poder quiere callar a la Iglesia
Opinion de jose Rafael Moya Saavedra
ESTRUCTURA FINAL DEL ENSAYO
Introducción: La voz
incómoda que no se apaga
Capítulo I: Heridas viejas que no cicatrizan
Capítulo II: ¿Por qué callar? El
miedo del poder
Capítulo III: Estrategias
del silenciamiento
Capítulo IV: ¿Y la libertad de
expresión? ¿Y la democracia?
Capítulo V: Testigos del Evangelio
en tiempo de persecución
Epílogo:
No
se trata de privilegios, se trata de libertad
Conclusión: Que hablen las piedras
si el púlpito calla
Introducción:
La voz incómoda que no se apaga
A inicios de 2025, en plena antesala de las elecciones judiciales, la presidenta Claudia Sheinbaum elogió
públicamente a la Iglesia católica por su colaboración en programas sociales
como el Plan Nacional de Desarme. En la Basílica de Guadalupe citó al papa
Francisco y habló de unidad y construcción de paz.
Pero cuando se le cuestionó
sobre la iniciativa de la Arquidiócesis para informar a los fieles sobre los
perfiles de candidatos a jueces, su tono cambió. Fue clara: “La Iglesia tiene
alcances… y hay otras cosas que ya no son parte de la legislación.”
Traducido: puede ayudar, pero no hablar.
Días después, la consejera presidenta del INE, Guadalupe
Taddei, remató la idea:
“La separación Iglesia-Estado es contundente.
No se puede.”
Y advirtió sanciones para
cualquier intento eclesial de opinar o intervenir en el proceso electoral.
Ese doble discurso —donde se
celebra a la Iglesia como aliada siempre que no opine— no es nuevo. Pero en
este contexto, tampoco es neutral. Es, una vez más, la confirmación de
que al poder no le incomoda la Iglesia que consuela, sino la que denuncia.
La historia del poder está
marcada por sus fobias. Y una de las más persistentes —de Juárez a Ortega, de
Calles a AMLO— ha sido el miedo a una Iglesia que habla. No a la que bautiza,
no a la que entierra, no a la que bendice. Sino a la que acompaña. A la que
arde.
En México y América Latina, la
tensión entre Iglesia y Estado no es un accidente ni una anomalía: es un
conflicto de fondo, estructural y, en muchos casos, irresuelto. Cuando la
Iglesia alza la voz para recordar que la dignidad humana vale más que la narrativa
oficial, se convierte en un objetivo político.
Hoy, en pleno 2025, el intento
de silenciar a líderes religiosos —ya sea mediante leyes restrictivas,
persecución judicial, vigilancia administrativa o asesinatos impunes— no es una
cuestión doctrinal: es un síntoma de poder temeroso. Porque cuando un
gobierno se incomoda ante una homilía, es porque sabe que el púlpito aún
tiene poder para despertar conciencias.
Este ensayo busca recorrer los
motivos históricos, los mecanismos modernos y las consecuencias éticas de ese
intento constante por silenciar a la Iglesia. Y lo hace desde una convicción
simple pero incómoda para el régimen:
La voz de los profetas no cabe en los
protocolos del poder.
Capitulo
I. Heridas viejas que no cicatrizan
La historia de un conflicto que aún arde
El intento de callar a la
Iglesia en México no comenzó con las mañaneras ni con las sanciones del INE.
Tiene raíces profundas, hundidas en las Leyes de Reforma, en la Constitución
de 1857 y en la sangre de los cristeros.
Benito Juárez y los liberales
del siglo XIX, inspirados por el modelo francés, promovieron un Estado laico
para romper el dominio eclesial heredado de la Colonia. Pero esa ruptura no fue
pacífica ni equilibrada: fue impuesta con fuerza, con confiscaciones, con
fusilamientos y con la idea de que la Iglesia debía replegarse al ámbito
privado. Nada de púlpitos con voz pública.
Con la Constitución de 1917,
México se convirtió en un laboratorio radical de laicidad. El artículo 130 negó
a los sacerdotes derechos básicos como el voto, la libertad de expresión y la
posibilidad de vestir sotana fuera del templo. Las iglesias se volvieron
propiedad de la Nación. La fe, un asunto permitido... pero vigilado.
El conflicto escaló hasta el
punto de la Guerra Cristera (1926-1929). Más de 250,000 muertos,
mártires canonizados, un grito de resistencia: ¡Viva Cristo Rey! Fue un intento
del pueblo creyente por recuperar la libertad que el Estado revolucionario le
había arrebatado en nombre de la modernidad.
Las reformas de 1992
suavizaron el conflicto, reconociendo la personalidad jurídica de las iglesias.
Pero el espíritu de sospecha permaneció. Hoy la Iglesia puede existir,
pero no debe molestar. Puede consolar, pero no denunciar. Puede rezar, pero no
criticar.
La herida no cicatrizó. Solo se disfrazó de
neutralidad jurídica.
Capitulo
II. ¿Por qué callar? El miedo del poder
El púlpito como amenaza política
Los gobiernos no le temen a la
liturgia. Le temen al mensaje. Cuando un sacerdote predica sobre justicia,
sobre corrupción, sobre el dolor de las víctimas, está ejerciendo una
función profética que el poder político no puede controlar.
El problema no es teológico:
es político. En los últimos años, la investigación abierta contra más de 60
obispos y sacerdotes en México, las amenazas veladas desde el púlpito
presidencial, y la vigilancia a templos críticos reflejan una estrategia clara:
censurar sin censura, silenciar sin sangre, desactivar sin declarar la
guerra.
En Nicaragua,
Daniel Ortega encarceló obispos, exilió sacerdotes, confiscó parroquias. En
Cuba, se multa, se vigila, se intimida. En Venezuela, se profanan
templos. En México, el asesinato del padre Marcelo Pérez, defensor de
comunidades indígenas en Chiapas, no fue una excepción: fue un mensaje. Y la
desaparición temporal del sacerdote Jesús Yovani Gómez confirmó que
predicar con coraje puede costar la vida.
¿Por qué callar a la Iglesia?
Porque su voz no necesita concesiones de radio ni tiempo oficial. Porque su
palabra puede más que mil spots. Porque cuando la Iglesia habla desde el
Evangelio, expone las mentiras del sistema, incomoda al Estado y revela el
vacío del discurso oficial.
Capitulo
III. Estrategias del silenciamiento
Cuando el Estado impone el silencio con sotana
ajena
En los manuales del poder,
silenciar a una voz crítica puede hacerse de muchas formas. Algunas son burdas,
otras sofisticadas. Algunas disparan, otras legislan. Lo cierto es que la
censura no necesita gritar para imponerse: basta con disfrazarse de norma,
con citar la Constitución, o con aplicar reglamentos pensados más para
domesticar que para proteger.
En México y América Latina,
las estrategias del silenciamiento contra la Iglesia han evolucionado, pero su
objetivo sigue siendo el mismo: que la fe no se convierta en disidencia.
Que el Evangelio no sea usado como espejo, sino como decoración.
Aquí presentamos una tipología comparada de las
formas en que los gobiernos silencian la voz religiosa:
Cuadro 1: Tipos de silenciamiento y sus
mecanismos

Detalle por categoría
Legal
En nombre de la laicidad,
el Estado mexicano ha legislado para impedir que los ministros de culto
participen en la vida política. Aunque esto busca evitar privilegios
clericales, en la práctica se convierte en censura selectiva. El
artículo 130 de la Constitución sigue negando a sacerdotes derechos que sí
gozan otros ciudadanos: libertad de expresión, asociación política,
participación social.
Administrativo
Se aplican obstáculos
burocráticos que frenan la acción pastoral: negar permisos para eventos
públicos, condicionar el uso de espacios comunitarios, retrasar trámites de
regularización. Muchos sacerdotes en zonas indígenas denuncian que sus
actividades sociales son vigiladas como si fueran conspiraciones.
Simbólico y mediático
Desde el discurso presidencial
se ha señalado a líderes religiosos que opinan sobre temas públicos. El mensaje
es sutil pero claro: "háganse a un lado, no les toca hablar." En
medios oficiales se difunde la idea de que la Iglesia quiere recuperar poder,
manipulando el miedo a una "teocracia". Nada más alejado de la
realidad: lo que la Iglesia reclama es poder decir la verdad sin ser
perseguida.
Violento
Cuando la legalidad no basta,
entra la represión. En Nicaragua, los sacerdotes están presos por predicar la
justicia. En México, el asesinato de Marcelo Pérez se suma a una larga lista de
crímenes contra religiosos que trabajan con los más pobres. Nadie en el poder
ofrece explicaciones. Pero el silencio institucional es también una forma de
complicidad.
En todos los casos, el patrón es evidente: el poder quiere
una Iglesia presente pero pasiva, visible pero silenciada, tolerada pero
neutral. Y esa no es la Iglesia de los profetas. Ni de los mártires. Ni de
Cristo.
Capitulo
IV. ¿Y la libertad de expresión? ¿Y la democracia?
Cuando callar al clero se vuelve un síntoma de
debilidad del poder
Una democracia auténtica no se
mide por la cantidad de elecciones que realiza, sino por la pluralidad de
voces que permite hablar sin miedo. La libertad de expresión es, en este
sentido, el termómetro de la salud democrática. Si solo se permite
opinar a quienes aplauden al poder, ya no se vive en democracia: se vive en
simulacro.
En México, los ministros de
culto están sometidos a una de las restricciones más duras en el mundo
democrático: no pueden hablar públicamente sobre política, no pueden influir en
el voto, no pueden siquiera dar una opinión crítica en tiempos electorales sin
exponerse a sanciones.
Y esto, aunque esté amparado en la Constitución, no lo
hace justo.
Una libertad recortada
El artículo 130 constitucional prohíbe a los sacerdotes:
· Hacer
proselitismo.
· Asociarse
con fines políticos.
· Realizar
críticas públicas a partidos o gobiernos.
El argumento oficial es claro:
proteger la laicidad. Pero en la práctica, se convierte en una mordaza legal
que excluye a los líderes religiosos del espacio público.
Un influencer puede opinar. Un empresario puede patrocinar
campañas. Un periodista puede editorializar.
Pero un cura no puede decir: “no votes por los
corruptos”, sin que lo amenacen con una denuncia ante el INE.
Cuadro 2: Comparación de libertad de expresión
según el actor

Comparación internacional: laicidad y libertad
religiosa en perspectiva
El modelo mexicano de relación
Iglesia-Estado no existe en el vacío. Compararlo con otros modelos nos permite dimensionar
sus alcances, límites y contradicciones.
En Francia, heredera de una laicidad radical
posrevolucionaria, el Estado impone una separación estricta que incluso prohíbe
símbolos religiosos en espacios públicos. La religión debe mantenerse
completamente al margen de la esfera estatal. Esto ha generado tensiones
constantes con comunidades creyentes, especialmente musulmanas y judías.
En contraste, Estados
Unidos defiende con firmeza la libertad religiosa, incluso para que líderes
religiosos participen en el debate público. Los ministros pueden hablar de
política desde el púlpito, siempre que no violen normas fiscales específicas.
La Primera Enmienda garantiza tanto la libertad de culto como la libertad de
expresión, permitiendo una presencia activa pero no dominante de lo religioso
en el ámbito público.
México, en cambio, mantiene un
modelo híbrido: proclama laicidad, pero oscila entre la desconfianza
institucional y la censura jurídica.
“Mientras en Francia la laicidad impone un
modelo excluyente, y en Estados Unidos se defiende el derecho del clero a
participar en el debate público, México se mantiene en un modelo híbrido que
mezcla desconfianza institucional con censura jurídica.”
Este contexto muestra que los
marcos jurídicos pueden —y deben— evolucionar, no para permitir privilegios
eclesiales, sino para garantizar que la voz moral no sea silenciada por el
miedo del poder.
Lo que dice el Estado... y lo que siente la
sociedad
La defensa del Estado laico en
México no solo se expresa desde las instituciones. También habita en la memoria
colectiva de una nación que vivió una ruptura histórica con el poder
eclesiástico. Sin embargo, el México del siglo XXI ya no es el mismo país
que firmó las Leyes de Reforma ni el que sangró en la Guerra Cristera.
La percepción ciudadana sobre
el papel de la Iglesia ha evolucionado, y con ella, la sensibilidad sobre su
intervención en asuntos públicos.
1. Mayor empatía en temas sociales
La sociedad mexicana ha
mostrado una creciente simpatía hacia la Iglesia cuando interviene en la
denuncia de la violencia, particularmente tras el asesinato de dos jesuitas
en Chihuahua en 2022. Incluso sectores tradicionalmente laicistas valoraron su
papel como conciencia moral frente a la inseguridad. Convocatorias como los
compromisos por la paz, impulsados por la Conferencia del Episcopado
Mexicano, han sido bien recibidas incluso por grupos seculares.
2. Normalización
del discurso religioso en la política
A diferencia de décadas
anteriores, las referencias religiosas en campañas ya no causan escándalo.
Candidatos que agradecen a la Virgen o apelan a Dios en sus discursos no son
percibidos como rupturas del orden laico, sino como parte del lenguaje
político-cultural. Esto es particularmente notable en regiones con alta
presencia evangélica o en comunidades del norte del país.
3.
Polarización en torno al papel político de la Iglesia
Sin embargo, la sociedad está dividida:
· Para
algunos, la Iglesia debe guiar moralmente y denunciar el mal.
· Para
otros, cualquier voz religiosa en lo político es un riesgo para la equidad
electoral y el voto libre. Este sector exige al INE que sancione con
firmeza cualquier acción que se perciba como proselitismo desde los púlpitos.
4. La herencia laica sigue viva
A pesar de estos cambios, una
parte importante de la población sigue defendiendo la separación estricta entre
religión y política. Se rechaza que los ministros tengan doble poder —moral
y político— y aunque se reconoce su derecho a votar como ciudadanos, se
cuestiona su derecho a opinar públicamente en tiempos electorales.
Esta diversidad de
percepciones muestra que el Estado no puede seguir justificando la censura
total con base en un modelo de laicidad que ya no representa ni siquiera
a toda la sociedad. La ciudadanía, en buena medida, está dispuesta a
escuchar a la Iglesia cuando habla desde el dolor y la justicia. Lo que no
acepta —y con razón— es que esa voz se use para manipular el voto o imponer
agendas partidistas.
Aquí está el punto clave:
No se trata de callar a la Iglesia, sino de
delimitar su voz sin criminalizarla.

Viñeta simbólica: La Virgen en la falda y la
ley en la boca
Durante su campaña
presidencial, Claudia Sheinbaum, científica y mujer declaradamente no
religiosa, causó revuelo al aparecer públicamente con una falda bordada con la
imagen de la Virgen de Guadalupe, símbolo profundamente católico y
culturalmente identitario en México.
Cuando se le cuestionó, aclaró:
“Respeto todas las religiones... Creo en el
Estado laico. No puedes ladearte con una religión y no con otra.”
Paradójicamente, esa imagen
guadalupana convivía con sus declaraciones tajantes sobre los límites legales
de la Iglesia en los procesos electorales, subrayando que “hay cosas que ya
no son parte de la legislación.”
Este gesto —vestir lo
religioso como identidad cultural mientras se limita jurídicamente su expresión
crítica— resume la ambigüedad del Estado mexicano:
· Se
tolera lo religioso cuando embellece la narrativa nacionalista,
· pero
se reprime cuando cuestiona al poder o moviliza conciencias.
No se trata de fe. Se trata de control.
Capitulo
V. Testigos del Evangelio en tiempo de persecución
Cuando hablar de Cristo cuesta la vida… o la
libertad
El Evangelio no es un texto neutro. Es una provocación. Una
buena nueva que incomoda, que denuncia, que redime lo que el poder intenta
enterrar. Por eso, cuando se predica con honestidad y se vive con consecuencia,
se convierte en amenaza. No solo espiritual, sino política.
Hoy, en América Latina, ser
sacerdote, religiosa o laico comprometido es una vocación de riesgo,
especialmente cuando se elige acompañar a los pobres, a las víctimas, a las
comunidades silenciadas. La persecución religiosa no ha desaparecido; ha
cambiado de rostro. De la cruz al expediente. Del martirio al destierro. Del
calabozo al desprestigio.
Mártires contemporáneos: sangre que aún habla
En México, el asesinato del
padre Marcelo Pérez en 2024 no fue un caso aislado. Fue un punto en la
línea de una violencia estructural: más de 25 sacerdotes asesinados entre
2010 y 2024, la mayoría en zonas de alta conflictividad social. Todos con
una constante: acompañaban a los excluidos, denunciaban al crimen,
predicaban justicia.
El caso del sacerdote Jesús
Yovani Gómez, desaparecido en Sinaloa durante 48 horas, también refleja la
vulnerabilidad real de los líderes religiosos que se atreven a no callar.
En Nicaragua, el
régimen de Daniel Ortega ha encarcelado obispos, expulsado misioneros,
clausurado universidades católicas y convertido parroquias en objetivos
militares. Más de 160 religiosos han sido forzados al exilio desde 2018.
En Cuba, el control es
más sutil pero no menos opresivo: detenciones breves, vigilancia permanente,
restricciones a la movilidad y multas a sacerdotes por predicar lo que el
Estado considera “discurso político”.
En Venezuela, el acoso es cotidiano: templos
profanados, ataques a procesiones, seguimiento a obispos críticos.
Cuadro 3: Persecución actual a la Iglesia en
América Latina (2024–2025)

Ser
testigo hoy: coraje, fe… y peligro
El testigo no es un espectador. Es alguien que vive,
sufre y proclama la verdad. Ser testigo del Evangelio en este contexto no
es una elección litúrgica: es una decisión profundamente política.
Porque implica decir:
· Que la
dignidad no se negocia.
·
Que la violencia no es normal.
· Que la
verdad no debe callarse, aunque cueste caro.
El caso de la obispa episcopal
Mariann Edgar Budde en Estados Unidos, quien pidió misericordia al
presidente Trump en plena ceremonia oficial, es un espejo para nuestra región.
Fue llamada radical, fue descalificada, pero no se retractó.
“Nuestro Dios nos enseña a ser misericordiosos
con el extranjero, porque todos fuimos extranjeros en esta tierra.”
Así habló. Y así se incomodó al poder.
Cuando la sangre es semilla
El martirio hoy no es siempre
muerte física. A veces es perder el derecho a predicar. A veces es ser llamado
“enemigo del Estado”. A veces es vivir exiliado por decir que el
Evangelio exige justicia. Pero esa renuncia no es derrota: es semilla.
“Callaron su voz, pero no su mensaje. Mataron
su cuerpo, pero no su fe.”
Y esa es la paradoja que el
poder no entiende: mientras más intenta silenciar a la Iglesia, más visible
se hace su testimonio.
Epílogo:
No se trata de privilegios, se trata de libertad
Llegado el final de este
recorrido, no se trata de reclamar privilegios para la Iglesia. Tampoco de
desdibujar los límites entre lo religioso y lo político. Se trata, más bien, de
reconocer el derecho de toda voz moral a existir sin ser perseguida. Se
trata de la libertad, esa que no debería aplicarse con criterio selectivo.
En el México del siglo XXI, es
urgente avanzar hacia un modelo de laicidad que no excluya ni silencie,
sino que regule sin discriminar. La voz religiosa, cuando se expresa
desde la conciencia, el consuelo y la justicia, no es un riesgo para la
democracia. Es uno de sus cimientos.
Propuestas de solución:
1. Reforma
del Artículo 130 Constitucional: permitir que los ministros de
culto puedan expresar opiniones sobre asuntos públicos sin incurrir en
sanciones, siempre que no llamen al voto partidista ni participen activamente
en campañas.
2. Mecanismos
de diálogo permanente Estado-Iglesias: crear consejos consultivos
plurirreligiosos que acompañen procesos sociales, de paz, migración, ecología y
seguridad, sin interferencia electoral pero con legitimidad moral.
3. Observatorios
de libertad religiosa: integrar organismos ciudadanos e
internacionales que documenten casos de censura, represión o discriminación
contra líderes religiosos.
4. Formación
ciudadana sobre laicidad inclusiva: promover campañas y materiales
educativos que enseñen que la laicidad no es censura, sino convivencia entre
diversidad de creencias, convicciones y voces.
5. Transparencia
en sanciones del INE y criterios claros: asegurar que las
resoluciones del INE sobre participación religiosa no estén sujetas a
interpretaciones políticas, sino a principios de equidad y proporcionalidad.
México no necesita una Iglesia
sometida ni un Estado confesional. Necesita una democracia que no les tema a
las voces que arden.
Porque si la libertad de
expresión no alcanza para todos —incluidos los profetas—, entonces no es
libertad. Es concesión.
Conclusión:
Que hablen las piedras si el púlpito calla
Hay silencios que son prudentes. Y hay silencios que son
crímenes.
Cuando el Estado exige que la
Iglesia calle, no busca equilibrio: busca impunidad. Lo que el poder
realmente no tolera es que alguien nombre lo que quiere ocultar: los
desaparecidos, los pobres, los desplazados, la mentira. Por eso teme al
púlpito. Por eso investiga al obispo. Por eso amenaza al sacerdote que acompaña
a los que duelen.
Pero el Evangelio no fue
escrito para adornar discursos, sino para encarnar la verdad en medio de los
pueblos. Y esa verdad —incluso cuando incomoda, incluso cuando duele— es lo
único que no se puede matar.
En México, en Nicaragua, en
Cuba, en Venezuela… cada vez que un gobierno intenta silenciar a la Iglesia,
revive la pregunta fundacional:
¿Quién tiene miedo de que se diga la verdad?
Porque si los profetas callan, hablarán las piedras.
Si los altares se apagan, el pueblo encenderá veladoras
con rabia y fe.
Si se pretende una Iglesia muda, decorativa, útil solo para
bendecir la injusticia, entonces no será la Iglesia de Cristo, sino un
ministerio más del régimen.
La Iglesia que incomoda es la que sigue a un Dios
crucificado.
Y ese Dios resucita en cada homilía que resiste, en
cada mártir que denuncia, en cada comunidad que se niega a obedecer el
silencio.
Así que no.
No van a callarla.
Porque su voz no viene del poder, sino del pueblo.
Y porque Dios incomoda… cuando aún camina entre los
suyos.